Tras el cierre de listas en la provincia, las esquirlas políticas no tardaron en esparcirse, dejando expuestos ganadores y derrotados dentro del oficialismo. Entre los grandes perdedores aparecen los autodenominados “soldados del cielo”, una tropa digital encabezada por Santiago Caputo y popularizada en redes sociales por personajes como el Gordo Dan. Sin espacio en las listas y desplazados del centro de decisiones, fueron marginados sin contemplaciones por Karina Milei, quien ejecutó su autoridad con una frase cargada de simbolismo: “La lealtad no es una opción, es una condición”.
El mensaje fue directo y tuvo ecos del peronismo clásico. No por nada Evita repetía esa misma idea hace más de medio siglo. Paradójicamente, mientras el gobierno se proclama liberal, adopta formas y lógicas propias del viejo movimiento justicialista: culto al líder, centralidad absoluta del poder y lealtades verticales por sobre la competencia o la eficiencia.
La contradicción no es menor. En nombre de un liberalismo que dice combatir privilegios, la hermana del presidente y sus asesores —la mayoría con apellido Menem— concentran poder y reparten recursos como en los mejores tiempos del aparato estatal peronista. Así, el experimento “liberal libertario” se va mimetizando cada vez más con lo que dice querer erradicar: un modelo político basado en fidelidades personales, cajas estatales y negocios cruzados con el poder.
Esta semana quedó demostrado que no hay margen para la disidencia interna. No importa la eficacia, importa la subordinación. Quien se aparte un milímetro del dogma libertario será castigado. El gobierno exige obediencia, no resultados.
En este contexto, la figura de Carlos Menem aparece como una sombra que atraviesa todo. Su legado —una combinación de privatizaciones, concentración de poder y corrupción estructural— parece revivir en un nuevo envase. Pero la pregunta es si este híbrido entre liberalismo económico y cultura política peronista puede sostenerse sin derrapar en sus propias contradicciones.
La política argentina parece vivir una paradoja permanente: aunque la sociedad es mayoritariamente antiperonista, el poder sigue estando en manos de dirigentes que adoptan, negocian o reciclan formas peronistas. Como dijo alguna vez Raymond Aron, “no alcanza con no ser peronista, hay que ser antiperonista”. En un país donde el liderazgo se confunde con la obediencia ciega, el verdadero cambio no vendrá de quienes repiten viejas fórmulas con nombres nuevos, sino de quienes se animen a romper con la lógica del poder como botín.